EL DÍA QUE CONOCÍ A UNA PORNSTAR

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Sr Hache


Hace algunos meses trascendió que una popular cantante llamada Noelia tenía un video-porno-amateur que se había filtrado a la red. Cuando me dieron la noticia no pude más que preguntar: “¿Noelia, la que cantaba “yo soy candela, soy una llamará?”-inquirí a mi soplón- “Esa misma”me dió por respuesta. Había conocido a la interfecta en una entrevista que la estación de radio donde trabajo le había hecho cuando lanzaba un nuevo disco, de esos inofensivos que no repercuten como cualquier one-hit-wonder. Terminé de trabajar raudo y veloz como si hubera premio en efectivo por ello y, ayudado por el mágico internet, conseguí dicho video, al igual que miles y miles de personas en el mundo. De pronto, Noelia estaba convertida en una pornstar por accidente. Al verlo, me decepcioné por la falta de audio (si la consiguen mándenla al mail porfa, de brothers), pero comencé a admirar más a la preciosa niña que vivía una sexualidad plena, aunque su novio estuviera tan orgulloso que decidió compartirla con todo el mundo.

En un punto entre ese instante y este, cambié mi vieja PC por una laptop que ha hecho las delicias de mi vida, al no tener que estar atado a casa para hacer lo que me gusta y tomarme un internacional café con mis amigos en otras latitudes. Al descargar toda mi información indiscriminadamente a discos compactos y volver a traspasarla a la novel máquina, encontré de nuevo el video. Recordé esos momentos de mi juventud cuando, más controlado por mis padres, la pornografía era cosa del demonio.

No existe adolescencia sin pornografía. No nos hagamos tontos muchachos, todos hemos visto alguna vez y en repetidas ocasiones videos o revistas con contenidos para “adultos”; y algunas de ustedes, niñas, tambien lo han hecho, no se sonrojen, ustedes lo saben. El morbo existente de comprar por primera vez una Playboy o Penthouse merecía planeación esctricta, hoy con el internet y su libre acceso, las cosas se han facilitado de forma exponencial.

En mis tiempos, allá en los noventas, se tenía que escoger un lugar lejano de nuestros hogares, lejos de los ojos de algun familiar o amigo mojigato que representase un peligro para nuestro “sucio secreto”. Se necesitaba que un hombre fuera el titular del negocio; no sé por qué, pero entre hombres se es más permisivo en esos casos, aunque en la de malas, a la hora de la hora, cuando no hay vuelta atrás, es una mujer la que atiende el puesto. Al conseguir el preciado y prohibido tesoro, comenzaba el segundo problema: el escondite. Te fajas la playera, aseguras la revista con el borde inferior en el cinturón y caminas como Mr. Roboto, según tú para que “no se note” que llevas algo ahí, mientras sufres por creer que todo mundo te va a ver como si supiera que cargas un instrumento del demonio entre tus ropas.

Al llegar a casa, uno corre a su cuarto con el pretexto de dejar sus cosas dentro, mientras tus padres te miran sorprendidos de tu nueva y acomedida actitud ya que acostumbras dejar las cosas ahí tiradas, en el paso, como si esperaras que alguien se tropezara con ellas... llegas a tus aposentos y comienza el tercer problema: ¿Dónde la dejo? Analizas las opciones y salen los clásicos escondites que algunos de ustedes, picaros lectores, aún han de utilizar: bajo el colchón de la cama, debajo de ésta, en el cajón de los calcetines, en la parte superior de la repisa donde guardas tus juguetes o adornos, pero al final el resultado es el mismo. Al escoger el mejor lugar, dependiendo del tipo de familia (alguno de mis amigos las escondía entre las revistas de su madre: Vanidades, Novedades, Cosmopolitan, etc., que por cierto son también de cierto modo pornográficas, si no me creen revisen los consejos sexuales que les recomiendan a las damitas ahí), sólo resta esperar a un momento de intimidad para sacarlas y disfrutar(se) viéndolas.

El paso de los días hace su efecto y desaparece la atención a la revista, ya sea por aburrimiento o por monotonía, uno las va olvidando, hasta que pasadas algunas semanas regresas al escóndite y las buscas. Sorpresa: ya no está. La mente humana es una máquina de hacer ideas y eso se comprueba en momentos de crisis como esos: en sólo milésimas de segundo brotan las preguntas una tras otra: “¿Quién la encontró?, ¿Sería mi mamá o mi padre?, ¿Qué me van a decir?, ¿Cuándo ching… la encontraron?, ¿le habrán dicho el uno al otro?, ¿Cómo me van a castigar? Todos hemos vivido eso. ¡Qué dulces recuerdos!

No hace falta abundar en la opinión que tiene casi cualquier hija de vecina lo que es una pornstar: “Son unas putas –ya las oigo hablar- degeneradas, cualquieras, zorras” y una larga retahila de calificativos que, según estas cínicas, se merecen esos que suelen exponer su modo de vida. Y digo esto último porque muchas personas que conozco gustan de ciertas prácticas aprendidas seguramente en videos porno, pero sólo a puerta cerrada y sin cámaras. El pecado es sacarlo a la luz pública. “¿Yo? No, yo nunca haría algo asi” Dicen los muy descarados aún cuando entre los interlocutres de la conversación hay quien o quienes hayan compartido la cama con objetivos más alla del puro descanso con esa persona y suelen rematar magistralmente: “¡Qué asco!”. Sí, queridos amigos míos, somos unos moralinos mentirosos, ¿acaso no es también un pecado mentir?

Por eso hoy, que he vuelto a ver el video de Noelia (aún recuerdo su cara angelical y su linda actitud con todo el que se le ponia enfrente en la estación de radio) quiero elevar mi taza de café y brindar por ella y por todas las personas, famosas y no, que han sido exhibidas en el internet voluntaria o involuntariamente. ¡Salud!

Definitivamente, hoy, si me la volviera a encontrar de frente en otra entrevista, no la miraría con los mismos ojos. Han pasado ya cinco años de ese encuentro y ahora me gusta más.

Guacala, qué rico.